sábado, 4 de diciembre de 2010

morgue

Rutinariamente, intercambio sus pulseras identificativas, por lo general llegan tan demacrados que nadie les reconoce, así que me divierto viendo cómo sus familias lloran desconsoladas la pérdida de completos desconocidos. Al fin y al cabo, están muertos, no puedo hacer daño a nadie, la gente llora por trozos de carne sin vida, lo hipócrita es no aceptarlo. Mientras vuelvo de camino a la morgue, enciendo un cigarrillo y me pregunto si aquella anciana no estaría venerando en realidad la tumba del asesino de su nieta. Mi conciencia está tranquila, pero un escalofrío recorre mi espalda.


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